Mujeres primerizas

Actualizado el 18 de Agosto 2014
La primera vez siempre es algo especial. La primera vez de todo… el primer día de escuela, la primera impresión que te deja una persona, el primer beso, el primer amor y, por supuesto, la primera tarjeta de crédito.
Mujeres primerizas

Yo tenía 19 años cuando recibí mi primera tarjeta de crédito. Era una extensión de la tarjeta de crédito de mi papá así que fue maravillosa. Yo compraba y alguien más pagaba. Compraba por aquí y por allá, sin tenerme que preocupar de nada. Era lindo saber que tenía “dinero” disponible para gastar aunque no lo hiciera.

Siempre fui muy bien portada y nunca perdí la cabeza, no hacía compras alocadas pero el hecho de que no tuviera que pagar yo misma lo que compraba me hizo mucho daño. A los 24 años ya tenía varias tarjetas de crédito. Ya trabajaba y me independicé. Me fui a vivir por mi cuenta y ahora yo tenía que pagar lo que gastaba en mis múltiples tarjetas. Se me acabó la fiesta.

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Hubo un momento de la vida que me parecía que trabajaba para pagarle a los bancos. Me había hecho de cinco tarjetas de crédito. ¿Para qué quería yo cinco tarjetas? Y claro que eso me hacía gastar dinero que no tenía. Se convirtió en una bola de nieve. Conforme pasaban los meses más grande era la deuda.

Había gastado más de lo que podía pagar y los intereses ya eran horribles. Cuando cumplí 30 años todo lo que ganaba ya lo debía de antemano. En ese entonces no sabía todo lo que se ahora. Nunca había revisado la tasa de interés cuando adquirí las tarjetas, nunca me pregunté cuánto había que pagar de anualidades, pagaba sólo el mínimo pensando que ya con eso iba cubriendo la deuda.

Pero, ¡oh sorpresa! Casi todos mis pagos iban a cubrir intereses y no capital. Comencé a darme cuenta que era verdad: ¡Si trabajaba para pagarle a los bancos!! y no para disminuir mis deudas. Hice un plan de austeridad profunda. Revisé mis 5 tarjetas. Tenía 2 en un banco y 3 de distintos bancos.

Hice una hoja de cálculo con cuánto debía en cada una, qué intereses me cobraba cada tarjeta, con qué servicio bancario me sentía más contenta. Y, lo más importante, cuánto dinero real tenía para pagarlas. Así, asigné una cantidad importante de mis ingresos a liquidar mis deudas.

Decidí pagar esa cantidad a una sola tarjeta, con la que tenía menos deuda, hasta que la liquidé. Ese día fui al banco y la cancelé. Luego me fui a festejar con una cenita rica. Me había tomado tres meses lograrlo. Así que un festejito era más que válido. Todavía me quedaban 4 a las que sólo les había pagado el mínimo en esos meses.

Escogí la segunda tarjeta que iba a liquidar, la que tenía menos deuda en ese momento y me tomó unos 5 meses liquidarla. Fui y la cancelé también. Y obvio, me di mi festejito. Así hice con las demás. Hasta que me quedaba la última por liquidar, esa tarjeta la había dejado al último porque era la tarjeta que quería conservar, del banco de quien me parecía que recibía mejor servicio. Así que la liquidé y festejé pero no la cancelé.

Es bueno tener una tarjeta de crédito para emergencias. Así que asigné pagos de servicios a esa tarjeta de manera que la siguiera usando para no perder mi historial crediticio pero ya no la llevaba en mi cartera. La guardé.

Después de un excelente comportamiento crediticio durante un par de años me encontré en un periodo difícil de mi vida en el que no tuve trabajo por más de un año. Y como los seres humanos somos capaces de tropezarnos dos o más veces con la misma piedra pues me volví a endeudar. Claro que ahora ya me sabía el caminito. Ni modo, a volverse a apretar el cinturón. Pasa que la primera vez no es la mejor de las experiencias pero siempre se aprende.

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